Un nuevo día amanece en Cayo Caulker, y es el último en que
nuestros pies tocaran esta arena formada por conchas finadas y acumuladas por
un entramado de raíces de palmeras y manglares. Estamos preparados, henchidos
de alegría, maletas listas, mochilas a nuestras espaldas y la ilusión
nuevamente brotando por cada poro de nuestras curtida y morena piel.
La
hoja de ruta, conocida. Water Taxi hasta Belize City: 1hora. Autobús hasta Punta Gorda: 2 horas y
media. Ferry desde Punta Gorda a Livingston: 30 minutos. Y el resto del día
para disfrutar de este maravilloso rencuentro con Guatemala. Ó, eso creíamos
nosotros. Si los que leen esto, piensan que todo nos sale bien, que todo va
como la seda y un ángel guía nuestro pasos por este viaje, al leer estos
párrafos descubrirán la absoluta y desde luego cruel, muy cruel realidad.
Para
empezar, el water taxi, otro modelo en el que en vez de sentarnos como en una
grada, nos sentamos en el lateral del barco, y el centro queda libre para
carga. ¿Qué significa esto?, mas incomodidad, y la posibilidad de marearnos, tras
un desayuno que consistió en , a ver que recuerde, ahh sí, un café con una bolsita
de azúcar , que bueno!!!!!. Además, tenemos que parar en un cayo privado
(Chapel Cay), lo que retrasa aún mas nuestra llegada a Belize City.
Tomamos
un taxi, y tras negociar el precio para que nos lleve a la Estación de Autobuses,
pues el taxista a la salida se para y también mete a otra persona en el coche,
vamos esto es lo que se dice un servicio público. Empezamos a pensar que lo
habíamos visto casi todo. Seguro que habeis sentido alguna vez esa sensación de
estar pagado de vosotros mismos, de conocer el terreno que pisáis, y en ese
momento, zas… en toda la frente…pues precisamente eso es lo que nos pasará a
nosotros a continuación.
El
paseo en taxi, como unos 10 minutos, recorriendo unas calles sucias, unas casas
destartaladas y una impresión general, mucho peor que cualquiera de las
ciudades o los pueblos que habíamos visitado en Guatemala. Como estrañábamos a
nuestro primer país. Y, en un minuto el taxista para, justo delante de unos
puestos de venta ambulante que delimitaban el margen exterior de un mercado
callejero, y nos dice lo siguiente: “Esta es la estación de autobuses, no paguen
nada a nadie, sólo cuando estén subidos al autobús, recuerden a nadie”. Nuestros
ojos se dirigieron raudos a aquel edificio amarillo deslustrado, con ríos de
aguas negras, con suciedad por todas partes, y con gente esperando tras unas
verjas, parecía de todo menos una estación, por la salvedad de unos autobuses
destartalados, en grupos de dos. Mientras hacíamos un poder, para arrastras
nuestras cada día más pesadas maletas, sin meterlas en el hediondo lodo, hasta
llegar a la zona central, el hambre hizo acto de presencia. Pero, primero la
información.
Quedándome
en una esquina, cuidando las maletas, y en ocasiones sintiendo algo de miedo
por si nos atracaban en cualquier momento, Cristina le pregunta a una señora de
con camisa amarilla por el autobús, le comenta que saldrá a las 8:30 de la
mañana, y que lo hará desde la puerta 1. Para morirse de risa, la puerta uno
dice. Imaginaos un pasillo de suelo de cemento, uno de sus laterales tiene una
gran reja verde, y en medio de ellas una serie de aberturas con rejas, y cada
abertura un cartel que ponía: Gate1, Gate2…si es que el inglés da mucho
glamour.
Como
aún no nos habíamos llevado nada sólido a la boca, intentamos comprar con
tarjeta de crédito, pero en todo la estación de autobuses había cajero ni
tiendas que aceptaran tarjeta; y nosotros teníamos limitado el dinero, pues no
podíamos ni queríamos sacar más moneda local y nos parecía que teníamos lo
justo para pagar los viajes con el efectivo del que disponíamos entre ambos.
Dios que duro es esto. Sacamos unas galletas de la mochila, de nuestra reserva
de emergencia, y nos metimos entre pecho y espalda tres galletas chocolate cada
uno. Un buche de agua, y hasta más ver.
Llega
el Super Bus, en la norma de cutres habitual, pero no podrá con nosotros, son
dos horas y media de camino, y cosas peores hemos vivido y las hemos superado
con holgura. Introducimos nuestras mastodonticas maletas sin la ayuda de nadie
en sus minúsculas bodegas y nos acomodamos para el viaje.
Salimos
de la ciudad, y las paradas para recoger nuevos clientes es interminable. El
interés es llenarlo a tope, es que entre la mayor cantidad de gente posible. En
un primer momento se hace entretenido, la gente entra, sale, con sus bultos,
mochilas, gallinas muertas, gente con comida, con dos y tres niños, con más de
tres y se amontonan todos en el mismo asiento. Era un ritmo frenético, y
nosotros contemplábamos extasiados la evolución de la vida a nuestro alrededor.
Y que hambre teníamos.
Llevábamos
unas dos horas de viaje, cuando finalmente llegamos a otra estación , no creaís,
de igual característica, aunque con menos suciedad acompañante. Cristina pensó
que habíamos llegado a Punta Gorda, aunque el mar brillaba por su ausencia , e
hizo ademán de levantarse. Muchos de los viajeros se bajaban en tropel del
autobús, y subían vendedores ambulantes, con comida, bebidas, papas fritas,
plátanos fritos, manises, todo lo que vuestra imaginación os pueda ofrecer para
comer estaba allí, y nosotros que no podíamos comprar ni una triste agua. Al
regresar alguno de los viajeros con comida y bebida, le preguntamos a un señor
que cuanto quedaba para Punta gorda, a lo que con unos ojos en blanco nos dijo
que en torno a tres horas. ¿Tres horas?, pero, que había sido de las 2 y media
iniciales. No nos quedaba otra. Aguantar el hambre, el calor, la gente, su
olor, el ir y venir, el parar y arrancar todo por llegar a nuestra meta, todo
por viajar y ver las maravillas del mundo.
El
transporte, no era cómodo, pero cuando ya tuvimos que sentarnos de tres en
tres, todo tu mundo se vuelve a redefinir. Gracias a la música, gracias a la
capacidad de introspección, y gracias a nuestras vejiga en parte por la
ausencia de ingestión de líquidos, estábamos algo confortables, bueno en
realidad estábamos, que ya era mucho.
El
viaje era eterno, y nos llevo la friolera de seis horas y cuarto llegar a Punta
Gorda. La llegada no fue menos accidentado, casi nos bajan del autobús a la
fuerza, pues no nos habíamos enterado dónde estábamos, claro normal, mareados
como pollos de tantas vueltas, de ida y venidas y todo ello sin tomar nada en
absoluto, mientras veías a todo el mundo comiendo sin parar, hasta fatigas de
provocación por los olores tan intensos tuvimos en un determinado momento.
Otra
vez con las maletas a cuestas, por el medio de la calle, bajo un sol abrazador,
en busca de la frontera, en busca de una vida que teníamos y nos habían
arrebatado, de verdad que nos sentíamos como espaldas mojadas. Llegar a un
edificio rodeado de alambrada, salir un negro y decirnos que era la inmigración
y un guatemalteco que nos vendía el viaje por mar a Guatemala sucedió en un
visto y no visto. No obstante, nosotros solo pensábamos en comer y beber, pero
eso si tras pagar las tasas.
Una
vez concluidos los trámites administrativos, Cristina decide ir a por sustento,
mientras yo me quedo con los bártulos. El caso es que empiezan a pasar los
minutos, cuarto de hora, mientras veía que todo el mundo se iba al puerto (me
extrañaba no ver el ferry, pero dadas las horas de inanición, el sofocante
astro rey, y las ganas de terminar éste inacabable éxodo, todo seguro tenia una
explicación muy lógica). Me puse en marcha con las dos mochilas, y las dos
maletas hacia el puerto, para tenerlo todo preparado cuando llegara Cristina
dado que tardaba más de la que en principio esperábamos. Y , otra circunstancia
que me dejó anonadado, el ferry , era un cayuco con motor, con la gente apiñada
y nuestras maletas iban a ir en la proa, tiradas de cualquier manera. Tras
esperar unos minutos, vemos como se acerca Cristina corriendo, con un sándwich
y un refresco en cada mano, como portando mano divina, la ambrosía de los
dioses y con ojos como platos mirando fijamente el sitio donde íbamos nuevamente
a ingresar en Guatemala.
Nos
subimos al cayuco, y nos quedamos cuatro en un asiento. No se podía ni
respirar. Aunque lo íbamos a hacer, claro que sí. Cuando comenzaron las
maniobras de alejamiento del puerto todo fue bien, podíamos comer y beber, con
cierta incomodidad pero podíamos. Lo grande vino, cuando acelera el cayuco, y
empieza a rebotar en la mar picada, y dar saltos, y nosotros, y nuestras maletas.
El agua nos salpicaba, no una ni dos veces si no varias, al principio fue
gracioso, nos reíamos, pero conforme nos fuimos adentrando en el mar en busca de la costa en lontananza,
la situación empeoró y nuestro humor también. Queríamos estar en Livingston, y
lo queríamos ahora. El ahora sería casi una hora después. Llegamos más que
cansados, destrozados, y vuelta con maletas y mochilas, deseábamos tumbarnos,
descansar, masajear nuestros cuellos y nuestros pies alicaídos y dormir el
sueño de los justos.
El
taxi nos dejó a 20 cm del mar, sí a 20 cm mal contados, debido a que la entrada
de nuestro hotel la Vecchia Toscana estaba de cara al mar. No hicimos preguntas
sobre esto, no queríamos ninguna respuesta. Nos instalamos, y cuando creíamos
que todo había terminado, nos dimos cuenta que no habíamos entrado de forma legal,
no pasamos por la inmigración de Guatemala. Dios, éramos unos ilegales, unos
sin papeles, éramos… ; a decir verdad ni sabíamos lo que éramos.
Caminando,
nos adentramos parcialmente en la cultura de Livingston, la cultura Garifuna, a
pesar de que nuestro interés (sobretodo el de cristina que le agobiaba bastante
el tema) era llegar a inmigración. Fue realmente fácil hacerlo, no pusieron
pegas, se rieron con nuestra desafortunada forma de ingresar en el país y
regresamos para tomarnos una merecida cena y un descanso más que merecido. Que
solo los zancudos interrumpan nuestro sueños de personas legales y temerosas de
dios.
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